«El camino acababa en una gran mansión pardusca que se distinguía a lo lejos. Una tapia cercaba la extensa finca protegiendo a los habitantes de la ‘Casa Grande’ de miradas y visitas. Eran pocas las personas que se habían aventurado a explorar los alrededores de la mansión y, en ocasiones, a saltar el muro. Al menos desde aquel accidente, el famoso descarrilamiento del tren de Ferracruz; un incidente en el que murieron cientos de personas. Ningún pasajero en su último suspiro, ninguno gravemente herido, solo trescientos dieciocho cuerpos sin vida. Fue un hecho que conmocionó a los vecinos de la zona, quienes, desde entonces, especulan sobre las posibles causas del accidente. Los residentes de Ferracruz tienen dos temas de conversación que vertebran su vida social: el ‘Gran Accidente’ y la ‘Casa Grande’. Es como si estos dos elementos tuvieran para ellos un indiscutible nexo; como si ambas entidades estuvieran rodeadas por la misma sombra amenazante. La gente imagina, teoriza, discute... Es lo que ocurre cuando se juntan el trauma colectivo y el desconocimiento. Pero los habitantes de Ferracruz desconocen por completo la verdad.
Casi nadie se volvió a acercar a la mansión tras el terrible suceso y las leyendas de la 'Casa Grande' comenzaron a proliferar. Los valientes que saltaban el muro contaban lo que creían haber visto o, más bien, lo poco que habían visto, pues tampoco se atrevían a cruzar el mustio jardín que lindaba con la entrada a la casa. Algunos hablaban de una persona que miraba por una de las ventanas frontales, otros juraban haber escuchado pasos o incluso un silencio, decían, “aterradoramente perfecto”. Lo cierto es que ambos testimonios se acercaban a la realidad, no así las conclusiones en las que derivaban al pasar de boca en boca por todo el vecindario. “Los Morales han huido por lo que hicieron”, “en la mansión viven los fantasmas de quienes murieron en el accidente”, “¡no, seguro que esos cobardes siguen ahí, escondidos!”...
Por supuesto, justo ahí es donde confluían el incidente ferroviario y la casa abandonada. Se culpaba a los Morales, la familia que vivía en aquella mansión, de haberlo provocado para enriquecerse a costa de tantas vidas. Esta familia poseía el mayor negocio funerario de la zona, ya que tenía en propiedad los mejores terrenos y materiales para ofrecer entierros dignos y ostentosos. Todos deseaban un buen lugar donde descansar eternamente y, a poder ser, con un estatus que despertara la envidia en quienes no se lo pudieran permitir. Si, como decían las malas lenguas, los Morales provocaron el accidente para vender más lápidas y parcelas, la estrategia no fue muy eficaz, puesto que después del descarrilamiento desaparecieron para siempre y esconderse no genera ventas. Claro que, ante los dedos acusadores de todo el pueblo, quizás lo mejor era ocultarse y sobrevivir a base de encargos de alimentos. O así explicaban los vecinos el avistamiento recurrente de furgones que pasaban cerca de la mansión. Adoro la capacidad de un pueblo para inventar historias y que pasen a formar parte de la suya propia. El relato de los Morales es entrañable, aunque un poco inocente y bastante interesado. Yo sé que ellos no pudieron provocar el accidente porque murieron en él.
¿Por qué querrían acabar con su vida también, en lugar de dejar que solo los demás murieran? Además, eran ricos y poderosos, las personas con más poder de Ferracruz. El poder consume a los humanos, los empuja a una constante búsqueda sin fin, vacía por completo. A más poder, más ganas de poder, siendo la ambición y la envidia los principales motores para obtenerlo. No tiene sentido que la familia más poderosa de una zona decida provocar un accidente interesadamente y a la vez se quite la vida. ¿Cómo podrían entonces beneficiarse de la catástrofe? Esto que cuento es en honor a la justicia y a la verdad liberadora, si es que no son lo mismo.
Yo les conocía muy bien, tan bien que era capaz de ver en sus gestos el horror de la codicia y la violencia de su frialdad. Fue muy doloroso ver todo esto y no ser capaz de expresarlo. Pensé que era incapaz por mi corta edad pero ahora, que ya no soy un niño, tampoco lo siento posible. No existe un lenguaje nítido que señale al poder, pues el poder es lo que hay, la norma; él genera y enseña el mismísimo lenguaje. Sí existen formas de hacerlo, por supuesto, pero necesitan de mucho estudio y observación, de un cambio radical en el espíritu. Yo lo hice y me topé con otro obstáculo: los demás no pueden entenderme. Este pueblo miserable e ignorante no está preparado para entender la importancia de lo que digo, desconoce cuánto he sufrido para no llegar a ningún lugar. Ellos mismos se parecen a los Morales. No tienen tanto poder ni son tan sofisticados, pero se comportan igual que ellos. Llevan dentro la envidia, anhelan un buen lugar en la jerarquía, aprovechan cualquier riña para quedar por encima de los demás, roban, comparten las migajas suficientes para soportar su propio egoísmo y, además, mienten con sus leyendas absurdas. Desde que abrí los ojos esto me resulta repugnante. Lo único que aún soporto son sus cuerpos. Todos ellos con una cantidad inmensurable de imperfecciones en su gesto y superficie, cada uno expresando la particularidad del vivir mismo, como si la piel fuese lo último que el poder devora. En cambio, odiaba a los Morales con sus cuerpos incluidos. Eran nudosos y enjutos, como si fuese su deber camuflar su aspecto humano entre el también refinado mobiliario. A pesar de mis sentimientos de odio, no debo permitir que contaminen la verdad. Eran personas horribles, más aún por creerse buenos, pero ellos no provocaron el accidente. Quiero que todos lo sepan.
La única verdad de este pueblo infernal es la corrupción de espíritu que lo parasita obstinadamente. Desde que he entrado al tren –qué ironía– en el que me encuentro escribiendo esta carta, lo he distinguido en cada uno de vosotros. Veo la ceguera moral en vuestros pobres e inocentes cuerpos y no puedo evitar sentir una profunda amargura, además de odio. ¿Sois lo bastante culpables como para justificar este odio? Es una pregunta que me consume. Pero no importa. Ya no importa. Me he propuesto salvaros a todos, hermanos míos. Hoy, que estáis todos aquí, celebrando la inauguración del nuevo ferrocarril, superando el trauma de la catástrofe veinte años atrás; hoy voy a salvaros, al fin, como merecéis. Ya no tendréis que disfrazaros con prendas que imitan al poderoso, ni tendréis que mentir para conseguir la atención del prójimo. No os hará falta fingir alegría para evadir la oscuridad que os rodea. Vuestro pensamiento quedará liberado de banalidades y, ahora sin impedimentos, podréis ser uno. Un único ser, luminoso y bueno.
¡No me miréis así, yo no soy vuestro enemigo, sino vuestro salvador! Usted, la señora que me examina mientras susurra algo a su hijo menor, ¡no me mire como a un extraño! Usted, el hombre de la gabardina marrón, ¡deje de contemplarme desde el final del vagón como si fuera un parásito! Desde que he tomado asiento, los ojos de todos vosotros vigilan mis rasgos con una expresión entre el asco y la curiosidad. ¿Es por mi cuerpo estirado y enfermizo? Veo la duda en vuestros rostros, la reticencia con que pasáis al lado de un extraño como yo. Yo, que soy vuestro salvador, ¡vuestro hermano! ¿De verdad no me reconocéis? Ya traté de salvaros aquella vez, pero era demasiado pequeño e ingenuo. Mi mayor error fue pensar que el mal radicaba en mis padres y que librar al mundo de personas como ellos era suficiente. Pero el mal no es nadie, ahora lo sé, sino que está en la posesión, la ambición y el egoísmo que impregna todos nuestros cuerpos. Nuestros cuerpos, que se oponen al mal como un muro de contención. Si no le dejamos abandonar nuestro organismo, ¿cómo vamos a lograr que abandone nuestro pueblo? Si lo atrapamos en nuestros puños como a una mosca molesta o si abrimos la ventana para que se mude a la casa del vecino, jamás sucederá. Por eso debemos abandonar la carne para siempre, todos juntos, y así permitir que Ferracruz se colme de paz y bondad. Me hace muy feliz que estemos todos reunidos aquí como una gran familia. Buen viaje, hermanos míos».
– Carta de Morales, escrita durante La Salvación. Esta es, sin lugar a dudas, la pieza más importante del museo de Nuevo Ferracruz. La Carta de Morales es el elemento fundacional de nuestro pueblo, la principal responsable de que, un siglo después, hayamos encontrado la luz. Gracias a la valentía de un hombre que se atrevió a alzar la voz y a liberar a sus iguales, hoy somos todos hermanos: el pobre y el rico, el mediocre y el talentoso, el hambriento y el colmado, así como el violento y el herido “Todos hermanos, sin distinción. Hermanos todos, más allá del cuerpo”.