Quiero echarme una siesta tras una mañana agotadora que me me ha producido mucho embotamiento. Me acuesto en la cama de mis padres y pongo un temporizador de 25 minutos (las siestas cortas me despejan, las largas me atontan). Me tumbo de lado, encogiéndome en postura fetal, cierro los ojos y respiro conscientemente. Miles de pensamientos van y vienen con violencia y sorpresa. La siesta es una especie de meditación para mí, un momento en que abro las compuertas de mi pensamiento y debo aguantar el torrente que mana repentinamente, hasta que se vaya o hasta que me quede traspuesto en medio de la espiral. Esta vez no logro dormir, solo pensar, pero agradezco igualmente tener el tiempo y el espacio para hacerlo, por agitado que sea. Pienso en el sexo y en el cuerpo, en la masculinidad y en el porno. Pienso en cómo he aprendido a conocer y mirar hasta ahora el cuerpo ajeno. Cojo el móvil y apunto lo siguiente:
Soy Hombre. Desconozco por completo los cuerpos de ellas. No he desarrollado una estética real de estos, pues no hay un acercamiento real en mi mirar aprendido. Al cuerpo de ellas le exijo, le impongo mi imaginario; al mío, al de Hombre, lo contemplo, como un escrutinio narcisista colectivo. Debería contemplar ambos, simplemente. Y hablo de contemplar, no de mirar. El cuerpo de Hombre tiene partes, identidades legítimas (también problemáticas en sus significados, pero legítimas), porque lo he contemplado; los cuerpos femeninos tienen fetiches, es decir, miradas impropias. En sus cuerpos coloco mi mirada, que no mi contemplación, y topografío la piel definiendo cada territorio. Hay muchos que no son de nadie, es decir, que son de algún otro Hombre que los ha mirado con fuerza. Esos territorios sin dueño son ignorados, alejados del deseo, de lo deseable, apartados a la fealdad o, peor aún, a la neutralidad. Mi mirada de Hombre solo ve territorio y, cuando se sale de la frontera, se asusta, ocurre una suerte de xenofobia de la carne, un violento choque cultural: yo he dado un relato mío a una zona y, a su lado, la otra me resulta radicalmente desconocida y me aterra conocerla. ¿Cómo se contempla en su totalidad sin que la manera consista en expandir las fronteras, sin una lógica de la conquista y con la lógica de la entereza?
Vuelvo a cerrar los ojos. Pienso muchas cosas cuando estoy cansado. Algunas muy importantes y otras para nada lo son. Las muy importantes me piden que las escriba urgentemente, pero estoy descansando. ¿No voy yo antes que lo que se dice? ¿no va mi cuerpo antes que mi voz?
Me doy cuenta, o me cae encima la revelación, de que ya estoy escribiendo, realmente. Percibo un algo esencial de la escritura que está directamente conectado con la forma en que se dan algunos pensamientos: el discurso. Como dice Barthes, «Dis-cursus es, originalmente, la acción de correr aquí y allá, son idas y venidas…».1 Porque escribir es el acto mecánico de plasmar signos en la materia, pero la escritura tiene su origen, su fuerza enunciativa, en recorrer y atravesar. La escritura es el viaje, el camino, la visita, la estancia, el regreso. Es atravesar cualquier número de veces cualquier realidad, ocasionar senderos que, aunque pudieran parecer ocultos bajo la maleza nacida de su abandono posterior, nunca vuelven a ser tan inaccesibles como antes de transitarlos o atravesarlos, ya sea con el cuerpo, con la mirada o con el pensamiento. Así que estoy escribiendo, estoy escribiendo al señalar algo leve o repetidamente. Estoy escribiendo aunque esté tumbado, inmóvil, respirando con los ojos cerrados, porque dentro de mí las imágenes, ideas y sensaciones se atraviesan como punzadas que intuyen con convicción. Porque después de mirar algo, de verlo por casualidad, de recorrerlo, o de pensarlo, los caminos se modifican, nunca vuelven a aparecer de la misma manera ante mis ojos. No significarán lo mismo jamás y nunca me llevarán a donde siempre.
PD: Confío en el poder de la escritura para revertir (avanzando y resignificando) lo irreversible, para cuidar nuestras miradas y cuerpos, para amar. También confío en el de escribir para poder escucharnos y entendernos.
Orígenes de esta nota:
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Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes
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R. L. S. en una conversación cenando en el Grosso Napoletano
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Punzadas, simplemente por descubrirme a Barthes y el punctum (me recuerda a cómo se atraviesan los pensamientos)
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Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Siglo XXI Editores México, 2014. ↩