Adri Humo (@humocefalo)

notas (4): sobre lo bello y compartir

Estoy en la biblioteca, he salido de casa al fin. A mi izquierda reposan los poemas de Emily Dickinson. Pienso para qué sirven las letras y las artes si no es para romantizar la vida… Romantizar es dirigir la atención a la belleza y orientar hacia ella todo nuestro ser, un ser que es búsqueda. No es la estetización de todo, con su consecuente despolitización, ni la negación de lo feo, sino la acogida de aquello que es bello por ser vital. Lo bello es precisamente el despliegue de un ser en el plano su vivir, los movimientos esenciales por los que expresa lo que es. La belleza es la expresión de lo que un ser es. Parece una tautología, ¿no es bellísima?

Como decía, adoro las letras y las artes como medios para romantizar la vida. Aunque, pensándolo mejor, no sé si llamarlas “medios” es lo más adecuado. No es que sean agentes externos que le añadan algo a la vida misma y la señalen como insuficiente, más bien son un velo intrínseco cuyo través hemos acostumbrado a enfocar. Es decir, no son más que el señalamiento de lo que nos constituye. Nosotros vivimos, y arte y letras nos lo cuentan, nos recuerdan lo relevante y curiosísima que es la existencia. Describen aquello que rodea y recubre toda actividad que llevamos a cabo. Este complejo recubrimiento, orientado siempre hacia el núcleo necesario del vivir, es tan particular e innegable como la piel de una mandarina. En el reverso de sus polos hallamos una maraña deshilachada que parece estirarse desesperadamente hacia un centro que no quieren abandonar; no quieren morir. Pero la mandarina es más mandarina por ser nacida, descompuesta y digerida.

Esta es una concepción meramente personal de la romantización como orientación a la belleza. Quizás ni siquiera una concepción, a lo mejor es solo una reflexión. Me gusta perderme en ideas y explorar nuevos sentidos, pero no quiero que se confunda con aseveraciones contundentes y conclusivas. Solo soy un viajero. Por supuesto la orientación de la atención es individual, pero no debería ser individualista. Compartirnos con otros, que en cierto modo es ofrecerles nuestras artes y letras, no solo es fundamental, sino necesario e inevitable. Nuestra propia naturaleza está constituida de los demás, no somos posibles de ninguna otra manera.

Respecto a la cuestión de compartir, reflexionaba hace unos días con M. sobre compartir en redes, como hago yo ahora. Hablamos de esa sensación de ser observado mientras se escribe. La mente se anticipa y, en lugar de escribir con desparpajo para luego corregir y ordenar, lo hacemos como si cada palabra tecleada ya no pudiera ser negada. Y todo esto con la inseguridad de cómo lo que digas será juzgado por otros. Pura anticipación. Creo que a veces ponemos tanto el peso en la palabra “compartir” que se nos olvida por qué o para qué, dejando de lado nuestra propia expresión. Cuando desaparece la razón de hacerlo, lo normal es que las acciones se guíen por las normas que dicte el entorno. Si el entorno es una red social lo que ocurre es que se termina compartiendo por compartir, por generar contenido, por hablar, por colocar algo ahí. Pero en realidad el impulso de compartir nace del valor que tiene para uno aquello que da. Cuando no estamos inmersos en un pensamiento individualista y tenemos entre manos algo que nos alegra, que nos parece interesante o que produce en nosotros un cambio profundo, lo normal es que queramos compartirlo con todo el mundo. Dejemos que aquello que queremos decir se despliegue, al menos en aquellos lugares donde nos sentimos más libres. Compartir es posterior a expresar, excepto en un diálogo, que es la forma más bonita y auténtica de compartir que existe. No quiero dejar a mis espaldas, o tras la puerta de casa, cada experiencia pasada, sino pararme a sentir su valor, sentarme a contarla. Darle, y por tanto darme, un lugar preciso en el lenguaje.

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